martes, 3 de noviembre de 2009

La edad secreta de la vida.






Carl Jung describió a los años de la mediana edad, esos que van desde los cuarenta en adelante, como "la hora secreta del mediodía de la vida". Este hombre, que introdujo en el campo de la psicología cuestiones cruciales como el alma y el espíritu, avanzó un poco más en esa metáfora y dijo: "Desde la mitad de la vida en adelante sólo permanece vitalmente vivo el que está dispuesto a morir con vida".
Jung murió en 1961, a los 86 años. Hoy, sobre un final de siglo atravesado por ideas efímeras, por la levedad de los sentimientos, por la prescindencia de los compromisos profundos y, notoriamente, por la pretensión soberbia de negar el tiempo y sus valores inherentes (como son la experiencia, la sabiduría, la templanza, la capacidad de aceptación y la memoria), aquella metáfora estimula a reflexionar.
Solemos llegar a la edad mediana cabalgando sobre temores y creencias, como si se aproximara la hora de despedirnos de nuestras pasiones, de nuestra capacidad amatoria, de nuestro potencial creativo, de nuestro poder de seducción, de nuestra salud física, de nuestra posibilidad de inaugurar, en fin, nuevas opciones existenciales. Son prejuicios no avalados por la experiencia propia. Y la experiencia ajena es la mayoría de las veces intransferible, al menos en temas existenciales.

Un día, una vida
¿Qué ocurre si hacemos de un día cualquiera la metáfora de toda la vida? El mediodía es un límite que carece de elasticidad. Entre las 12 y las 13 horas la primera mitad de la jornada encuentra su frontera insobornable. No hay confusiones cuando se toma al mediodía como referencia. Nuestra experiencia nos enseña que casi todas las actividades y compromisos que tienen que ver con la exigencia, con el deber y con la obligación se ubican, generalmente, en esa mitad del día. Ejemplos: compromisos laborales y profesionales, los trámites bancarios más urgentes, llevar a los chicos a la escuela, diligencias en instituciones y oficinas vinculadas con diferentes aspectos de nuestra vida doméstica y cotidiana, viajes forzosos, procedimientos vinculados con la salud (análisis, exámenes), pagos, etc., etc.
La primera mitad del día es el tramo de lo perentorio; es la fase en la cual debemos cumplir con toda una serie de actividades que, muchas veces, están determinadas por exigencias externas a nosotros. Cuando dan las 13 ya no quedan dudas que el mediodía ha quedado atrás.
¿Cuándo termina, en cambio, la segunda mitad del día? Se abre un espectro de respuestas tan amplio como la percepción humana y como la experiencia de cada persona. Hay trasnochadores impenitentes y hay gente que se acuesta temprano. Existen los que gustan de las reuniones sociales o actividades culturales nocturnas y los que prefieren un pronto retiro con su familia, sus afectos, sus libros, su computadora, su programa favorito de tevé, un vídeo postergado, o una soledad elegida. Hay quienes reposan mientras otros gastan cafés o vinos lentos en largas y fraternales confidencias. Mientras unas parejas descansan, otras hacen el amor.
En la segunda mitad del día se instalan, habitualmente, las elecciones.Aparecen vocaciones ignoradas, despiertan pasiones dormidas, descubrimos habilidades impensadas, somos capaces de intuiciones desconocidas, se nos revelan nuevas formas de amar, de crear, de trabajar. Del mediodía en adelante las horas parecen pertenecernos más, el tiempo corre con otro ritmo, más cercano al de nuestra cadencia interior que al de las imposiciones exteriores. Acaso es más nuestra fatiga, pero también creció nuestra conciencia.

La verdadera madurez
¿No dedicamos la primera mitad de nuestra vida a cumplir con los deberes de seres sociales (completamos la escolaridad, decidimos nuestro destino laboral o profesional, nos casamos, fundamos una familia)? ; ¿no se abre ante nosotros el mediodía de la vida como un territorio en el que, munidos de nuestra responsabilidad, podemos desarrollar las potencialidades que hemos venido madurando?
Madurar, dice el diccionario, significa "adquirir sazón una fruta".
¿Puede un fruto adquirir sazón si se lo despoja del tiempo? Nos ha llevado tiempo, vivencias, emociones, sentimientos, razón y pensamientos alcanzar el mediodía de la vida. ¿Por qué no extendernos confiados hacia el espacio abierto desde allí en adelante? "La luna creciente y la luna menguante -decía Jung al hablar de esta hora secreta de la vida- describen una misma curva". Nuestra parábola estaría incompleta si, olvidados de que somos tiempo, pretendiéramos despojarnos de él.
El mediodía es la mitad del tiempo sólo para los devotos del positivismo. Para quienes creen que siempre dos más dos es cuatro o que doce horas son la mitad de veinticuatro. Podemos contar hasta doce. Es un cálculo preciso y rápido. Pero si contamos a partir de doce... ¿dónde terminamos? ¿Cuándo terminamos?
Mientras la mañana se vive a todo o nada, las horas que conducen desde el mediodía en adelante permiten, con su cadencia, levantar la vista, mirar el cielo y advertir cómo cambian sus matices, sus colores, su profundidad. En la tarde, en el atardecer, en la noche, es posible ver el cielo sin enceguecerse. Y el observador atento no sólo puede advertir estrellas que nacen y que mueren, brillos fugaces y eternos, figuras y desplazamientos. Con el reposo llega también una certeza, un descubrimiento que se repite una y otra vez, en el cumplimiento de un ciclo eterno y reparador: lo que espera al final de todo, es siempre un nuevo día.
Sergio Sinay.

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